Cuando Yo llegué a la ciudad de Jerusalén, encontré una situación indescriptible, porque había muchos que temían entrar en el Templo por haber tantos animales y vendedores; a veces los bueyes se dispersaban hiriendo a las personas, y muchos que querían entrar en el Templo no aguantaban por el mal olor y el ruido.
Pedro y Natanael me preguntaron:
«Señor, ¿no tienes rayos y truenos a tu disposición? Mira esto, los pobres fieles que están llorando delante del Templo vienen de muy lejos para honrar a Dios y no pueden pasar porque el Templo rebosa de bueyes y ovejas, y muchos que con dificultades lograron entrar y volver a salir, lamentan que se les ha robado todo y que casi se han asfixiado del mal olor. No se puede tolerar más, ¡es el colmo! ¡Hay que terminar con esto, cueste lo que cueste!».
Un anciano judío que estaba cerca de nosotros, se dirigió a nosotros y se quejó:
«Amigos míos, no lo sabéis todo. Tres años atrás yo mismo fui siervo común en el Templo ¡y vi cosas que me espantaron!».
Dije Yo:
«Amigo, guárdalo para ti; pues sé bien lo que pasa aquí. Ten por seguro que la medida está colmada y hoy verás en el Templo la acción de la Omnipotencia de Dios. Apartaos de los portales del Templo, para que luego, cuando los profanadores del Templo sean expulsados, no seáis también perjudicados».
El judío se fue alabando a Dios, porque me consideró un profeta. Juntándose con sus amigos les contó lo que había oído de Mí y todos ellos, jóvenes y viejos, cerca de cien personas, empezaron a alabar a Dios en voz alta por haber enviado un profeta poderoso.
Yo, mientras tanto, llamé a Pedro y le dije:
«Ve a comprar tres cuerdas fuertes de aquel cordelero y tráelas aquí».
Pedro obedeció y me entregó las cuerdas. Yo las entrelacé en un momento, haciendo un látigo bastante fuerte. Así preparado, dije a mis discípulos y a todos los que me rodeaban:
«¡Ahora entrad conmigo en el Templo y seréis testigos de cómo a través de Mí de nuevo se confirmará la Omnipotencia y la Gloria de Dios!».
Con estas palabras me adelanté, abriendo paso a todos los que me acompañaban, dejando aún más a la vista el suelo cubierto de porquerías.
Llegando al último atrio del Templo, en cuyo lado izquierdo los vendedores de bueyes y corderos realizaban sus tratos, mientras que en el derecho se habían instalado los cambistas, me puse en el escalón del pórtico y hablé con voz de trueno:
«Escrito está: “Mi Casa es una casa de oración; vosotros, sin embargo, la transformasteis en un antro de criminales”. ¿Quién os dio derecho a profanar el Templo de Dios de esta manera?».
Pero los vendedores y cambistas se justificaron:
«Hemos comprado este derecho al sumo sacerdote, pagándole mucho dinero. ¡Gozamos de su protección y de la de Roma!».
«La tenéis realmente», les respondí, «pero el brazo de Dios está contra vosotros y vuestros protectores. ¿Quién os protegerá contra Él, si Él os alcanza junto con vuestros protectores?».
Dijeron ellos:
«Dios reside en el Templo y los sacerdotes son suyos. ¿Podrían ellos hacer algo contra su Voluntad? ¡A quien ellos protegen también le protege Dios!».
Yo les respondí y dije en voz fuerte:
«¿Qué decís, malvados insensatos? Se sabe muy bien que los sacerdotes continúan ocupando los asientos de Moisés y de Arón, pero ya no sirven a Dios sino sólo a Satanás y al dinero. ¡El derecho del cual estáis hablando es un derecho de los demonios y nunca jamás de Dios! Así que ¡levantaos inmediatamente y abandonad el Templo, de lo contrario sufriréis las consecuencias!».
Ellos, sin embargo, se rieron:
«Ja ja ja ja. ¡Mirad, a lo que se atreve este patán de Nazaret! ¡Echémosle fuera del Templo!».
Con estas palabras se levantaron para atacarme.
Ése fue el momento en el que Yo levanté la mano con el látigo y con fuerza sobrenatural les di en las cabezas.
A quien le tocó, se vio atacado instantáneamente por dolores casi inaguantables; igualmente los animales. La confusión y el clamor fueron indescriptibles. Tanto los hombres como los animales procuraron huir, tirando y pisando todo lo que les impedía el paso. Yo, entonces, junto con mis discípulos, derribé las casetas de los cambistas, arrojando todo el dinero al suelo.
Luego me acerqué a los vendedores de palomas. Como ellos, eran pobres por lo general, sin intención de grandes lucros, y como la venta de palomas allí, por supuesto sólo en el primer atrio, era ya una antigua costumbre, a estos pobres sólo les advertí:
«¡Llevad todo esto afuera y no hagáis de la casa de mi Padre un mercado! — ¡Os podéis establecer en el atrio de la salida del Templo!».
Los pobres se retiraron sin réplica y se establecieron en el atrio de la salida según la costumbre antigua. Así se realizó la purificación del Templo.
Pero esta purificación llamó mucho la atención y mis discípulos temían íntimamente que los sacerdotes mandasen en seguida guardias romanos para detenernos como revoltosos, con poca esperanza de poder escapar sin un castigo penoso; porque escrito está:
“El celo de tu casa me ha devorado”.
Pero Yo los tranquilicé y dije:
«Mirad cómo los sirvientes y sacerdotes se apresuran en los atrios a recoger corriendo el dinero tirado de los cambistas, guardándolo todo en sus bolsas. Ciertamente nos preguntarán, a causa de los perjudicados, con qué derecho hemos hecho esto. En el fondo estarán muy satisfechos de que esta acción les aporte cerca de 1.000 bolsines de oro y plata y una gran cantidad de dinero, el cual jamás devolverán a sus dueños.
Ahora están demasiado ocupados y no tienen tiempo para pedirnos cuentas. Además, no admitirán quejas de los perjudicados y ellos por su parte tampoco reclamarán compensación alguna, a causa de la lección que les di. De modo que podéis estar absolutamente tranquilos.
De todos modos, el celo por mi Casa me devorará ante ellos, ¡pero mucho más tarde! Tal vez algunos judíos aquí presentes vendrán a preguntarme de dónde viene el poder de esta acción asombrosa y a pedirme una legitimación. Yo, no obstante, ya sé lo que tiene que acontecer. Por eso no arriesgamos nada. Allí, cerca de la cortina, algunos se preparan para interrogarme por su propio interés. La respuesta oportuna no les será negada».
Fuente: Gran Evangelio de Juan, tomo 1, capítulo 13, recibido por Jakob Lorber.